Tana era una niña feliz. Había heredado de su padre sus
grandes ojos marrones y su gran pasión
por el ajedrez. Aunque sabía jugar desde que tenía uso de razón Tana no
entendía el juego como el resto de los mortales, para ella el ajedrez era su
medio de expresión, el tablero su lienzo y las piezas sus pinceles. Tana jugaba
y reía, porque para ella, el ajedrez era sobretodo diversión. Su estilo juego
era diferente, peculiar, su juego no era lógico… pero lo que realmente
distinguía a Tana y la hacía muy, muy especial era que nunca había perdido una partida.
Al principio, esto sorprendió a todo el mundo especialmente
a su padre que la enseño a jugar, pero nunca transcendió de su círculo íntimo
ya que Tana se negó repetidamente a participar en cualquier tipo de competición.
Para ella el ajedrez no era cuestión de ganar o perder sino de crear, era arte,
y pura diversión. Odiaba la seriedad de las competiciones y torneos, odiaba el
silencio que rodeaba al juego, odiaba a la gente que solo jugaba para ganar, odiaba
la presión de tener que conseguir un premio y odiaba los reproches y
comentarios de sus adversarios cuando irremediablemente perdían contra ella.
Prefería jugar en su pequeño club de ajedrez riendo y bromeando con sus amigos
de siempre que aceptaban, como algo inevitable y natural, la derrota.
Cierto día llegó a oídos de un Gran Maestro de ajedrez que
un pequeño club de un pequeño pueblo había una niña que nunca había perdido una
partida. El maestro, sabiendo que eso era del todo imposible, pero movido por
la curiosidad se dispuso a encontrarse con la niña mientras pensaba en las
tonterías que puede llegar a decir la gente. Todo el mundo sabe que hasta los
campeones del mundo pierden partidas, se decía a sí mismo, mientras subía las escaleras que lo conducían
a la sala donde se encontraba Tana jugando y riendo como siempre.
Entre risas empezó la partida quedando el maestro
completamente desconcertado a las pocas juegadas. El juego de Tana no se
ajustaba a la lógica humana y chocaba directamente con los principios clásicos
del ajedrez. Tana jugaba según su estado de ánimo y no en función de reglas y
normas preestablecidas. Esto le hizo suponer al Gran Maestro que estaba frente
a una principiante y que la partida duraría poco. Pensaba destrozar a su
pequeña rival en menos de 20 jugadas pero no fue así. Las piezas de Tana se
movían con gracia y elegancia por el tablero cercando juguetonas al rey enemigo
hasta que al final entre sudores y un tanto nervioso el Gran Maestro se rindió.
Fue la primera de muchas partidas entre el maestro y la niña que siempre
finalizaron con el mismo resultado.
Sorprendido y sin poder encontrar explicación a lo que allí sucedía,
el Gran Maestro, hizo público el caso. Convocó a la prensa especializada y
pronto empezaron a pasar por el pequeño club del pequeño pueblo la élite del
ajedrez con el único objetivo de derrotar a una pequeña niña risueña. Pero los
nuevos rivales de Tana no reían, solo querían ganar. Se ofendían hasta el
extremo cuando se veían superados por un juego que no entendían exigiendo jugar
una y otra partida en un ciclo sin fin. Tana, por su parte, cada vez reía
menos, ya no se divertía, se aburría y le agobiaba el ambiente tenso que la
rodeaba. Finalmente llegó el día en que Tana dejó de reír, y siendo una niña
como era, empezó a llorar. No podía más, le habían robado lo que más quería y
decidió no volvería a jugar.
Pasaron los meses, y los Grandes Maestros se fueron, pero la
niña seguía sin reír y seguía sin jugar. La acusaron de hacer trampas, no había
otra explicación según los entendidos. Le ofrecieron grandes cantidades de
dinero para jugar: contra el campeón del mundo, contra la computadora más
potente, contra una selección de grandes maestros y un largo etcétera. Pero
Tana se negó a jugar. Así poco a poco
fue pasando el tiempo y el tema se olvidó para todos menos para Tana, que
triste y sin su juego, iba marchitándose como una flor al sol.
Su padre que sufría viendo la tristeza de la niña lo intento
todo para alegrarla pero nada funcionó. Finalmente desesperado y sin saber que
hacer le propuso jugar una partida de ajedrez. Tana lo miró fijamente a los
ojos, no quería jugar pero su padre era la persona que más le importaba en el
mundo. Tal vez por eso accedió. Mientras iba avanzando la partida se empezaron
a oír risas. Al principio eran débiles, poco más que una sonrisa, hasta que
Tana rio, rio abiertamente y feliz como solo un niño puede hacerlo. Y ese día,
y por primera vez en su vida, Tana perdió una partida de ajedrez.
Impresionante tío. Me ha gustado de verdad.
ResponderEliminarMe alegro mucho de que te haya gustado.
ResponderEliminar:-)
Excelente historia y con una muy edificante moraleja. Felicitaciones !! Prof. Carlos Nacer
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